Diario de unas vacaciones nevadas: ¿Aprender a esquiar es tan difícil como parece?

Dicen que todos los años hay que aprender algo nuevo, y yo, en mi noble afán de cumplir con ese sabio consejo, decidí que mi desafío de este invierno sería aprender a esquiar. “¡Seguro que es como montar en bici!”, pensé. Pues bien, déjame decirte que, después de una semana en la nieve, eso es mentira.

Aquí te comparto mi diario de supervivencia en las montañas nevadas. ¿Mi objetivo? Descubrir si aprender a esquiar es tan complicado como parece… o si simplemente soy un poco más torpe de lo que pensaba.

 Día 1: Preparativos y primeras impresiones.

Llegué a la estación de esquí temprano por la mañana, con la emoción a tope.

El día estaba increíble y el ambiente era mágico; había decidido seguir los consejos de Coadecu de viajar a la nieve en Reyes ¡y no me arrepentí para nada! Todo estaba lleno de objetos decorando la navidad, árboles con luces, niños riendo, regalos, muñecos de nieve, etc.

Tras contemplar el hermoso paisaje y quedarme embelesada, me dio por mirar mi propio aspecto: llevaba mi atuendo de invierno que, honestamente, me hacía parecer una mezcla entre un astronauta y un muñeco de nieve, ¡pero estaba lista! En cuanto vi las pistas desde la base, admito que algo en mi interior se encogió. “¿Quién en su sano juicio se lanza desde ahí con dos tablas en los pies?”, me pregunté. Sin embargo, me recordé a mí misma: ¡valiente, decidida y aquí para conquistar la montaña! Esa fue mi mantra… durante unos cinco minutos.

La tienda de alquiler de esquís fue mi primera parada. La persona que me atendió me dio unas botas tan rígidas que sentí como si me hubieran puesto los pies en moldes de cemento. Pero al parecer, eso es normal, y según el empleado, “te acostumbras a la rigidez”. Una sonrisa forzada de mi parte y un “¡claro, claro!” después, salí tambaleante a la nieve. Ahí descubrí mi primer truco: caminar con esas botas es como aprender a andar otra vez.

 Día 2: Primeras lecciones y la lucha por mantenerme en pie.

El segundo día estaba enfocado a dar clases para aprender a esquiar ¡y había tanto que aprender! Nada más empezar la clase, mi profesor me miró y me dijo: “Lo primero es aprender a caer bien.” Curiosa manera de motivar, pensé, pero al final, ¡tenía toda la razón! Los esquiadores más experimentados parecían deslizarse como plumas sobre la nieve, pero yo, bueno… empecé mi día con una racha de caídas de campeonato.

El instructor me enseñó el famoso “efecto cuña”, o el “pizzicato”, que básicamente significa poner los esquís en forma de “V” para detenerme. Sencillo en teoría, claro. Sin embargo, a la hora de ponerlo en práctica, la cosa se complicaba: cada vez que intentaba frenarme, mi cuerpo, por alguna razón cósmica, prefería inclinarse hacia delante, y ahí iba yo, volando como si la montaña fuera mía. Pero no te equivoques; después de cada caída, me levantaba con una sonrisa (¡y algo de nieve en el pelo!).

 Día 3: Dominando el “arte” de esquiar (e intentar no morir en el intento).

Tras tres días, empecé a sentirme más cómoda, es decir, ya no me caía cada dos minutos… ¡ahora eran cada cinco! De todas maneras, mi cuerpo ya comenzaba a tener el tipo de dolores que te hace cuestionarte la elección de dicho deporte; me dolía todo, las rodillas, los codos e incluso mi propio orgullo.

Pese a eso, estaba decidida a seguir. Al parecer, el truco estaba en encontrar el equilibrio perfecto entre controlar el peso en los esquís y dejar que el cuerpo se deslice de manera natural. La teoría sonaba muy bien, pero la práctica… ¡ay! Ahí sí que sufrí. Descubrí que mantener la calma y no agobiarse era lo más importante, pero claro, estar relajada cuando vas cuesta abajo a toda velocidad es otra historia…

Me repetía a mí misma que algún día lo lograría; si tanta gente lo hace y sobrevive, ¿por qué yo no?

Día 4: La belleza de la nieve y el caos interior.

Me di cuenta de algo increíble ese cuarto día: la nieve es realmente bonita cuando no estás volando hacia ella en caída libre. Desde lo alto de la pista (que en realidad era de principiantes, pero a mí me parecía una colina gigante), pude ver cómo los copos caían suavemente, cómo el paisaje se cubría de blanco, y lo tranquilo que era todo. Todo era súper bonito, hasta que mis esquís se deslizaron involuntariamente cuesta abajo, y ahí empezó otra secuencia de gritos y risas nerviosas.

Pero fue un día especial porque, por primera vez, pude hacer un tramo de la pista sin caerme. Sí, puede que haya sido solo unos pocos metros, pero oye, ¡todo logro cuenta! Llegar al final de la pista sin rodar como un tronco me dio una sensación de triunfo indescriptible. Claro, luego vi cómo un niño de unos seis años bajaba la misma pista con más estilo que yo y eso fue un poco humillante ¡Pero así es la vida!

Día 5: La “gran caída” y el resurgimiento de mis habilidades.

El quinto día fue, sin duda, el mejor.

En un intento por impresionar a mis amigos, decidí aventurarme en una pista un poquito más avanzada (gran error). Empecé con bastante confianza, manteniendo mi equilibrio y controlando la velocidad. Pero a mitad de la bajada, una pequeña placa de hielo traicionera me hizo perder el control, y lo siguiente que recuerdo es que estaba rodando cuesta abajo, como una bola de nieve humana.

Afortunadamente, terminé en una zona blandita, pero el golpe en el orgullo fue fuerte. Mis amigos, por supuesto, estaban entre preocupados y a carcajadas, lo cual me hizo recordar la importancia del sentido del humor. Y aunque terminé llena de nieve hasta en los calcetines, no me importó: esa caída fue como un rito de iniciación en mi viaje de esquiadora principiante.

Día 6: El último día, y el renacimiento de una futura esquiadora.

Ya en el último día de vacaciones, algo en mí cambió. Había pasado por suficientes caídas como para perderle un poco el miedo a la pista. Además, mi cuerpo ya estaba acostumbrado al esfuerzo, y me sentía (más o menos) capaz de deslizarme con un mínimo de dignidad. Así que me lancé una vez más, esta vez con confianza y determinación.

¿Y adivina qué? ¡Lo logré! No solo bajé la pista sin caerme, sino que incluso pude girar sin perder el equilibrio. Claro, no era nada comparable a los esquiadores profesionales, pero para mí fue como conquistar el Everest.

Me sentí poderosa, invencible y, sobre todo, feliz de haber superado un miedo y alcanzado una meta que al principio parecía inalcanzable.

Reflexiones y el síndrome de la “esquiadora” recién nacida.

El último día de las vacaciones llegó con su mezcla de nostalgia y satisfacción. Mis piernas pedían a gritos una tregua, mis brazos parecían haberse vuelto de gelatina, y mi nariz estaba tan roja como un tomate de tanto frío; pero todo valió la pena.

Aprender a esquiar había supuesto mucho más que deslizarse en la nieve; había sido un descubrimiento. No solo me llevaba a casa la habilidad (medianamente decente) de esquiar en una pista de principiantes sin caerme cada cinco metros, sino también un montón de historias y anécdotas dignas de compartir.

Además, en mi cabeza ya me veía como toda una experta. Ese extraño fenómeno que yo llamo el “síndrome de la esquiadora recién nacida” apareció: de repente me imaginaba recomendando pistas y técnicas como si hubiera nacido en los Alpes. Al regresar, ya tenía un plan para la próxima temporada (porque sí, ¡pensaba repetir!). Esquiar me enseñó algo más que hacer el “pizzicato” y controlar el equilibrio: me demostró que, aunque el miedo inicial y la incertidumbre nos hagan dudar, vale la pena lanzarse. Literalmente.

Epílogo: ¿Recomendaría esquiar a alguien sin experiencia previa?

¡Sí! Sin dudarlo.

Aunque los primeros días pueden ser caóticos y algo frustrantes, una vez que le encuentras el gusto a la nieve, es muy difícil resistirse. Descubrí que el esquí no es solo un deporte: es una forma de conectarte con la naturaleza y de desconectar de la rutina. Quizás no sea sencillo al principio, pero las carcajadas, los paisajes impresionantes y la satisfacción de superar tus propias expectativas hacen que el esfuerzo merezca la pena.

Así que, si alguna vez te has planteado intentarlo, ¡hazlo! No te preocupes si los primeros días te sientes como una bola de nieve humana, o si terminas con el cuerpo lleno de hematomas. Te prometo que, al final, la sensación de libertad, el aire fresco y la emoción de deslizarte por la nieve harán que todo valga la pena.

Y ahora, cada vez que veo una montaña nevada, no puedo evitar imaginarme ahí, deslizando con estilo (o al menos intentándolo). Las vacaciones me enseñaron algo que va más allá de un simple deporte: ¡me enseñaron a reírme de mí misma y a disfrutar del camino, o en este caso, de la pista!

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