Así fue mi experiencia como caballero medieval en una batalla de rol en vivo.

Jamás pensé que acabaría con una armadura de cuero, un escudo de espuma en una mano, y una espada en la otra (también de espuma, menos mal), corriendo por un bosque como si mi vida dependiera de ello, ¡Pero así fue!

Quería hacer algo diferente, así que me apunté a una batalla de rol en vivo, pensando que sería una especie de teatro interactivo con gente simpática y unos cuantos disfraces, pero luego entendí que no tenía ni idea: terminé convertido en un caballero medieval que gritaba “¡por el honor del reino!” mientras esquivaba hachazos de plástico a toda velocidad. Y, oye, ha sido una de las experiencias más intensas, surrealistas y divertidas que he vivido en mucho tiempo.

¿Cómo me metí en este lío?

Todo empezó por culpa de un amigo (sí, de esos que siempre están liando a la gente para planes rarísimos) que me mandó un mensaje con un enlace y un simple “Tú tienes que venir a esto”.

Como os cuento, tenía ganas de hacer algo diferente, así que pinché en el enlace, el cual me llevó a la web de un evento de rol en vivo ambientado en la Edad Media fantástica: castillos, espadas, magos, clanes rivales, luchas épicas, alianzas traicioneras y un reglamento de veinte páginas que, lo confieso, no leí del todo.

Yo, que lo más medieval que había hecho en mi vida era ver Juego de Tronos o ir a alguna feria de estas con puestos de hidromiel, pensé: ¿por qué no? Total, una escapada de fin de semana, aire libre, gente disfrazada… parecía inofensivo. Pero no tenía ni idea de lo que me esperaba.

La preparación: de civil a caballero.

Antes del evento, te piden que crees tu personaje. Tienes que elegir raza, profesión, habilidades y un trasfondo.

Yo, por no complicarme, me inventé que era un caballero errante venido del norte (un clásico), con fama de valiente, una maldición familiar que me impedía dormir bien (porque me imaginaba que iba a estar molido al final del día y así quedaba justificado en el personaje) y un lema: “La fuerza no está en el músculo, sino en el corazón”. Lo sé, era muy cursi, pero quedaba de lujo.

En cuanto al vestuario, puedes alquilarlo allí o apañarte algo por tu cuenta. Como soy bastante apañado (y tacaño), me fui a una tienda de segunda mano y conseguí unas botas que podrían haber salido de una serie histórica de los 80, una especie de capa que era en realidad una cortina vieja, y un cinturón ancho.

Y respecto al arma, confieso que por un momento me imaginé super ilusionado llevando alguna espada poderosa de Armas Medievales, pero iba mal de tiempo, así que alquilé una por allí. También estaba la posibilidad de fabricarla con espuma, pero me parecía un arte demasiado complejo para el poco tiempo que tenía.

¡Proseguimos con mi aventura! Nada más llegar al lugar del evento, que era una finca enorme rodeada de bosque y de un par de construcciones que imitaban castillos en ruinas, sentí que me metía en otro mundo. En la entrada, había personajes de todo tipo: elfos con orejas puntiagudas, hechiceros con túnicas y bastones, guerreros con armaduras que pesaban más que yo… Todo el mundo hablaba como si estuviera en pleno medievo: “Mi señor”, “¡Larga vida al rey!”, “Cuidado con los orcos del sur”. Yo intenté seguirles el rollo, aunque al principio se me escapaban frases modernas tipo “Voy a buscar cobertura” o “¿Dónde está el wifi?”. Pero poco a poco, uno se mete en el personaje.

La verdad es que, cuando estás rodeado de 300 personas que creen de verdad que están en el reino de Tharalindor (o como se llamara), acabas creyéndotelo tú también.

Primeros pasos como caballero.

El evento empezó con una asamblea en la plaza central del “pueblo”, donde se nos asignaron facciones. Yo caí en el bando del Reino del Halcón, una especie de monarquía orgullosa, algo venida a menos, pero aún con ganas de guerra. Nuestro objetivo era defender la frontera de una invasión de bárbaros del norte y encontrar un artefacto mágico que podía cambiar el destino del reino. Vamos, lo normal.

Mi escuadra estaba formada por otros cinco jugadores: una arquera ágil como un rayo, un sanador muy metido en el papel (que se sabía todos los conjuros de memoria), un guerrero que se notaba que entrenaba medievalismo histórico y daba un poco de miedo, un bardo que no paraba de cantar (literalmente, todo el rato), y yo: el caballero inexperto, pero con buen corazón.

¡Éramos un grupo de lo más equilibrado!

Sin embargo, la parte más espectacular del evento fue, sin duda, la batalla campal. Cuando dieron la señal, cada facción se organizó como pudo y comenzó la ofensiva. Y ahí me teníais: corriendo por una pradera con la espada en alto, gritando con voz grave, intentando no tropezarme con mi propia capa.

He de decir que, aunque las armas eran de gomaespuma y los golpes no hacían daño, el realismo estaba bastante conseguido. Teníamos reglas para los golpes (si te daban en un brazo, lo perdías; si te daban en el pecho, te caías al suelo y necesitabas un sanador), y la gente se lo tomaba bastante en serio. Había árbitros por todas partes, y si te ibas de listo, te sacaban tarjeta amarilla. Al fin y al cabo, era como en el fútbol, pero con espadas y sangre falsa.

En medio de todo ese caos, descubrí algo que no me esperaba: ¡Me lo estaba pasando como un niño! Me olvidé por completo del móvil, del trabajo, del mundo real. Solo existía el combate, el honor de mi escuadra, y la misión de recuperar el artefacto mágico. Y es que, en ese momento no era una persona disfrazada, sino un caballero luchando por su reino.

Momentos épicos y ridículos.

Hubo escenas de auténtico cine. En una emboscada, conseguimos flanquear a un grupo enemigo y capturar su bandera. En otra ocasión, fingí estar herido para atraer a un espía y lo “derroté” con un golpe sorpresa (que fue más bien un toque suave con la espada, pero la actuación fue digna de Oscar). Incluso llegué a tener un duelo uno contra uno con un paladín rival al anochecer, con antorchas alrededor. Él acabó ganando, pero me dio la mano al final y dijo: “Sois digno adversario, caballero del norte”, y me encantó, sinceramente.

También hubo momentos más… patéticos. Como cuando intenté montar una tienda de campaña y me llevé media hora peleándome con las cuerdas. O cuando tropecé con una raíz y me caí rodando colina abajo justo antes de una escena importante (mi escuadra aún se ríe al recordarlo). ¡Pero todo formaba parte del juego! Y de la experiencia.

¿Se aprende algo de todo esto?

Sí, más de lo que pensaba.

Para empezar, que organizar un evento así es un trabajazo: Hay un equipo detrás que se encarga del guion, la ambientación, la seguridad, los talleres, la comida (sí, había hasta pan de cebada y estofado medieval), y todo para que durante unos días te olvides de quién eres y vivas otra vida.

También aprendes a trabajar en equipo de una forma muy diferente. En vez de una reunión con “Post-Its” y PowerPoint, te estás coordinando con gestos y gritos, mientras corres por el bosque esquivando flechas de espuma. Tienes que confiar en tus compañeros, cubrirles las espaldas, y actuar rápido. Es como un curso intensivo de liderazgo, pero con capas y pociones mágicas.

Y sobre todo, aprendes a reírte de ti mismo y a dejar atrás la vergüenza. Porque da igual si estás vestido de goblin o de princesa guerrera: todos estáis ahí para pasarlo bien, crear una historia conjunta y vivir algo fuera de lo común.

De hecho, fue incluso mejor, porque cuando llegó el final del evento, hubo una ceremonia con antorchas, cánticos, discursos épicos y hasta un pequeño banquete. Se repartieron premios simbólicos (al personaje más valiente, al mejor traidor, al sanador más eficaz), y todos brindamos con hidromiel de supermercado. Fue como terminar una peli, pero sabiendo que tú habías escrito parte del guion con tus decisiones.

Volver al mundo real fue raro; volvía a ser yo, claro, pero con una historia más en la mochila. Una historia absurda, fantástica y llena de barro, que contaré siempre que alguien me diga: “¿Y tú has hecho alguna vez algo loco?”

¿Repetiría?

¡Sin duda! Es cansado, acabas con agujetas hasta en sitios que no sabías que existían, te llenas de moratones, y durante unos días hablas raro y saludas con reverencias sin querer ¡Pero merece la pena! Durante un fin de semana, fui un caballero de verdad, con espada, escudo, ideales y todo.

Y, sinceramente, no hay spa, ni serie, ni festival que te dé lo mismo que una buena batalla de rol en vivo. Así que, si alguna vez alguien te invita a una, hazme caso: di que sí. Ponte la capa, agarra la espada, y grita sin miedo:

“¡Por el honor del Reino del Halcón!”

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